Desde el cielo se veía una ciudad en penumbras, las pocas luces que la iluminaban, contrastaban cuantiosamente con las que habíamos dejado de ver minutos antes. Fue un vuelo diferente, fuera de lo tradicional. El azafato bromeaba constantemente con los pasajeros haciendo uso del altoparlante. Durante el descenso, anunciaba a toda voz que habíamos llegado a “Rio de Janeiro”. Las risas no se hicieron esperar, la comicidad del auxiliar de vuelo aminoraba los nervios. Finalmente y entre aplausos, aterrizamos en La Habana.
El control de inmigración fue más rápido de lo previsto. Después de 20 minutos y habiendo superado este proceso, Maite y yo respirábamos con mayor tranquilidad. Esperamos largo tiempo para recibir nuestras maletas. Luego de pagar las altas cuotas que exige el gobierno cubano por exceso de equipaje, salimos al encuentro con más de una veintena de familiares que esperaban ansiosos nuestra llegada en las afueras de la terminal. Entre abrazos, besos, risas, calor humano y climático, pude volver a sentir el inmenso placer de estar en mi tierra.
Viví días intensos e inolvidables. Me reencontré con mi gente y disfruté de ellos. También conocí una nueva familia que me brindó tanto amor y atención como la mía propia, una familia que desde ya, ocupa un lugar en mi corazón.
Cuba me dejó una vez más un sabor agridulce en la boca, una mezcla de emociones y sentimientos que van desde la tristeza, hasta la mayor de las alegrías. Me dejó dolor y felicidad. Cuba me mostró que mi esencia no se ha ido, que sigue allí, entre miseria y destrucción, entre el amor y el abrazo de quienes nunca, dejaran que me vaya.
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